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jueves, 20 de septiembre de 2018

LA VIRGEN DE NIEVE

No sé si existen las vírgenes y los milagros.
  Pero deberían existir.

 Julieta despertó temprano y se sentó en el borde de la cama, con muy pocas ganas de levantarse. Durante algunos minutos miró el piso fijamente. Sin querer recordó un chiste que había leído en un viejo libro de Mafalda, que le regalara su abuela cuando era niña...Mafalda, parada en la cama con expresión desanimada, pensaba: "¡cuesta juntar ánimos para bajar al mundo!"
  Se frotó los ojos y puso los zapatos con lentitud. Hacía frío. Durante la noche había nevado incesantemente, aunque por suerte ya había parado y amagaba a salir el sol. Con un poco de suerte, aquel día no sería tan triste y destemplado como su propio ánimo.
  Después de lavarse la cara, Juliana caminó despacio hasta el dormitorio de Ema, su pequeña hija de diez años. Justo en ese momento Tamara, una amiga y  enfermera que cuidaba a la niña durante toda la noche, salió de su habitación.
  -Buen día -le dijo Julieta mecánicamente- ¿cómo está..?
  -Pasó bien la noche -le contestó la enfermera- recién se acaba de despertar. Preguntó por vos y...
  -Lo sé, lo sé, Tamara, ¿por qué no preparás el desayuno? Yo me encargo de Emy.
   Mientras Tamara se marchaba hacia la cocina, Julieta entró en la habitación de su hija.
  Como esperaba, la niña la miró con sus grandes ojos redondos y hundidos. Julieta sintió como si alguien la apuñalara en el plexo.
  -Hola, princesita -le dijo sonriendo no sin esfuerzo, mientras se sentaba a su lado y le daba un beso en la frente- ¿dormiste bien?
  -Tengo hambre, Mam -le contestó Ema- ¿ya preparaste el desayuno?
  -Tammy está en eso. Agarrate de mi cuello...voy a sentarte en la silla.
  Con infinito cuidado, la mujer levantó a la niña y la sentó en una silla de ruedas que había a un costado de la cama. La pequeña la abrazó fuertemente.
  -Te quiero, mami.
  Julieta sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Tenía que ser fuerte...el padre de la niña no estaba con ellas para ayudarlas. Había muerto dos años después que naciera Ema, en un accidente, y desde entonces la mujer no había vuelto a tener pareja, ocupada como estaba en...
  Suavemente empujó la silla de ruedas hasta la cocina donde las aguardaba Tamara, mientras hacía el desayuno. La enfermera, una amiga de la infancia -más que eso, una hermana-, también había perdido a su pareja no mucho tiempo atrás, y desde entonces estaba viviendo con ella y su hija. Julieta sabía que Emma quería a Tamara como a una tía, y eso le ayudaba bastante a afrontar la situación.
  -¡Guau...qué bien huele! -exclamó Julieta apenas entró en la cocina, empujando la silla de su hija.
  -Un desayuno para una princesita -agregó Tamara- ¿Cómo estás, Emy?
  -Hiciste chocolate -contestó la niña-.
  -Y torta. Ideal para un día frío como éste. ¡A la mesa, chicas!
  Segundos después, todas compartían el sabroso desayuno, mientras Toby -el pastor alemán de la familia- movía la cola y sacaba la lengua con ansiedad, esperando recibir de vez en cuando un buen pedazo de torta...y de hecho que, por lo gordo que estaba, se notaba que le daban el gusto bastante a menudo.
  De vez en cuando Julieta miraba de reojo a su hija sin poder evitar un profundo sentimiento de dolor y tristeza.
  Desde hacía dos años -para ella, toda una eternidad- Ema sufría de  una rara enfermedad incurable, sobre todo en niñas de su edad. Toda su musculatura se estaba anquilosando poco a poco, sin un motivo claro. Ya hacía largos y penosos meses que había perdido el movimiento de sus piernas, y sin prisa pero sin pausa la extraña dolencia seguía extendiéndose por todo su cuerpo. Julieta sabía que era solo cuestión de tiempo que no pudiera usar más los brazos y las manos...y cuando llegara a los músculos respiratorios, entonces...
  No, mejor no pensar -se dijo a sí misma-. Pero es imposible controlar los pensamientos, cuando te inunda la angustia. Hacía sólo tres días que había llevado a la niña a la clínica para un control...y el pronóstico seguía siendo el mismo. Cuando la enfermedad llegue al límite, tal vez podrían mantenerla viva por medios mecánicos durante un tiempo...pero el desenlace fatal era tan inevitable como que la tierra siguiera girando.
  (-Dios...¿por qué nos castigas de esta manera? -pensó- ¿qué hizo ella para...?)
  -Hoy va a ser un día agradable -dijo Tamara interrumpiendo sus pensamientos-.
  En efecto, el sol, después de varios días destemplados, brillaba a pleno en el cielo.
  Julieta asintió, terminando con cierta prisa su desayuno. Tenía que bajar al pueblo a comprar mercaderías...seguramente Ema querría ir con ella, como de costumbre. Pero no era conveniente que saliera en un día como aquel, que, aunque soleado, seguía siendo frío. Sabía que si la llevaba insistiría en bajar con ella del auto...y aunque no estaba segura, temía que hasta un resfrío pudiera complicar su estado de salud.
  -Voy hasta el pueblo, nena -le dijo a su hija, despeinándole el flequillo- ¿Qué querés que te traiga?
  La chica no le contestó. Durante unos segundos se quedó mirándola fijamente a los ojos. Después, con una voz grave y calma para una niña de su edad, susurró:
  -Ayer a la tarde la vi de nuevo, mami.
  -¿Qué viste, Ema?
  -A la virgen. Volví a verla entre los árboles, donde empieza el bosque.
  Julieta inhaló profundamente. Con delicadeza acarició la mejilla de su hija y le sonrió.
  -No viste nada, Emmy. Sólo te pareció. Sabes que no hay ninguna virgen en el bosque.
  -¡Te digo que estaba allí, mamá! -exclamó Ema con vehemencia- la vi por la ventana de mi habitación...¿por qué no me creés? Ya te dije que...
  -¿Y cómo yo nunca la puedo ver?
  -¡Vos nunca mirás donde yo te digo! Ella aparece entre los árboles cada vez que nieva y...
  -Basta, Ema -dijo Julieta con firmeza, sin poder evitar sentirse incómoda. Jamás retaba a su hija. Pero ya hacía unos días que la niña le estaba repitiendo aquella extraña cantinela, lo cual -teniendo en cuenta que era muy madura para su edad- le sorprendía bastante.
  -No hay vírgenes en el bosque -prosiguió lentamente-. Sólo árboles. Y nieve. No sé lo que estuviste viendo últimamente, pero...ya tenés casi once años, Ema. No quiero que sigás inventando cosas.
  -Pero má...
  -Hacerle caso a tu mamá, cariño -intervino Tamara- Las vírgenes sólo están en las iglesias.Tenés que poner los pies sobre la tierra, y...
  Tamara calló, no bien advirtió que había cometido un error. Con delicadeza acarició la mano de la pequeña enferma.
  -Emy -le dijo suavemente- no sé si hay vírgenes...pero sí te puedo asegurar que hay ángeles. Y vos sos el más hermoso de todos.
  Suspirando, Julieta se levantó de la mesa.
  -Me voy al pueblo. Hoy tengo muchas cosas que hacer, además tengo que dar una clase particular. No me esperen para almorzar...no voy a volver hasta las cinco o seis de la tarde, por lo menos.
  -Traéme chocolates, má -dijo Ema.
  La mujer sonrió con cansancio y se puso un abrigo. Después de despedirse de su hija y Tamara subió a su auto y condujo despacio hasta el pueblo, a unos ocho kilómetros de allí.  
  El clima había cambiado completamente con respecto al día anterior. El sol estaba radiante y la nieve caída se derretía lentamente. Sus reflejos le lastimaban un poco los ojos -que protegía con unas enormes gafas negras- cansados de pasar tantas horas extras frente al monitor de su computadora, tratando de encontrar inútilmente un remedio para su hija.  
  Pero no, no lo había...Julieta era antropóloga, tenía una mente práctica y ya se había resignado a lo inevitable. "-¡A la mierda!"-se dijo infinitas veces- "curan tantas enfermedades graves, pero ella..."
  No era capaz de evitar que la imagen de su niña angelical, yaciendo en una tumba como una helada muñeca de cera, le produjera un sentimiento indescriptible de angustia y horror...si sólo bajaba la guardia unos instantes, crueles e imparables escalofríos, como las garras de un demonio, le recorrían las entrañas desgarrándolas sin piedad.
  No, mejor no pensar. La mujer se mordió los labios y trató de enchufarse en las tareas que le aguardaban durante el día. Si el mundo era un valle de lágrimas...las suyas ya se habían secado hacía mucho, mucho tiempo.

  A las cinco de la tarde Julieta emprendió el camino de regreso hacia su casa, después de pasar un rato en el centro comercial. Le había comprado guantes nuevos a Tamara, y por supuesto, chocolates y golosinas a su hija. Sabía que no debía consentirla tanto, pero ya casi no tenía fuerzas para contradecirla.
  Distraídamente, llegó a la encrucijada de caminos donde comenzaba el bosque. De ese punto también partía un camino secundario que se dirigía a su casa -una cabaña pequeña pero confortable- a sólo unos cien metros de allí...aunque no era fácil verla claramente, ya que el camino era curvado y había algunos árboles que obstaculizaban la visión.
  Entonces recordó. "Es por aquí donde Ema dice haber visto a la virgen."
  Intrigada, detuvo el auto y se apeó. El sol ya se estaba poniendo, y había poca nieve en el suelo. Pronto cambiaría la estación...la nevada del día anterior, seguramente, había sido una de las últimas de la temporada.
  Con las manos en la cintura echó una mirada a su alrededor. El paraje estaba tan silencioso y solitario como un cementerio.
  Entonces lo vio.
  Conteniendo el aliento, Julieta abandonó el camino y penetró en el bosque. Lo inesperado se desplegó ante sus ojos atónitos: a pocos metros del cruce de caminos, el tronco seco de un árbol, bajo y quemado seguramente desde hacía mucho tiempo por algún rayo, parecía descansar en medio de la silenciosa floresta. La mujer se acercó lentamente hacia él. Sorprendida, pudo ver como el paso del tiempo y los elementos habían tallado en aquel árbol muerto, caprichosamente, algo así como la tosca escultura de una virgen. La ilusión era total. Sin ningún esfuerzo podían distinguirse la forma reclinada de la cabeza tocada por la clásica cofia, los estrechos hombros, un brazo levantado a medias sosteniendo a un niño e incluso los amplios pliegues del manto, cayendo pesadamente hasta el suelo.
  Julieta apenas si lo podía creer. Era una pareidolia perfecta...como si algún escultor desconocido y devoto hubiera esculpido aquella rara imagen, que con la nieve casi derretida podía apreciarse nítidamente.
   La mujer se quedó observando la inefable forma durante algunos minutos. Después volvió sobre sus pasos y regresó a su auto, sintiéndose, sin saber por qué, algo apenada y melancólica.
  Ahora entendía lo que Ema había estado viendo los últimos días. Cuando la ventisca era intensa, el viejo y mutilado tronco se cubría de nieve...no era difícil confundirlo, a la distancia, con la imagen de una virgen, pues hasta tenía el tamaño de un ser humano. 
  Con desgano y desaliento Julieta condujo los escasos metros que la separaban de su hogar. -"Idiota -se dijo a sí misma- ¿qué esperabas..?"
  Apenas llegó a su casa Toby, moviendo la cola, se le abalanzó encima, como de costumbre. Con él a su lado, saltando y ladrando de felicidad como hacen todos los perros cuando llega su amo, entró en la cabaña.
  Ya era casi de noche. Ema la esperaba cerca de la puerta, silenciosa y sentada como siempre en su silla rodante.
  -Hola, bebé -le dijo suavemente- ¿Y Tamara?
  -Está haciendo la comida -le contestó la niña inválida-. Después Hizo una pausa y preguntó:
  -¿La viste, mami?
  -¿ A quien?
  -A la virgen. Vi que te bajaste de auto y entraste en el bosque -respiró profundamente- ¿Estaba allí?
  En un primer momento Julieta no supo que contestar. Después de pensarlo unos segundos murmuró entre dientes, casi como para sí misma.
  -No vi nada, Ema, ya te dije que...
  -¡No puede ser! -contestó la niña, levantando el tono de su voz de una manera desacostumbrada en ella- ¡Tenés que haberla visto! ¿Acaso..?
  -¡Basta, Ema! ¡Cortá con ese tema de una vez! ¡No hay vírgenes en el bosque, ni en ningún otro lugar de la tierra! ¿Cómo tengo que hacer para qué lo entiendas? Es sólo...
  Inmediatamente la mujer se calló, pues comprendió que había lastimado a su hija. Sin decir una palabra más, Ema giró su silla y se marchó a su dormitorio, con la misma expresión de quien se dirige a una ejecución. Tamara escuchó todo desde la cocina donde estaba preparando la cena, pero sabía que había cosas en las que ella no podía ni debía intervenir. Silenciosamente siguió con sus tareas, mientras la noche caía como un manto gélido sobre la pequeña cabaña y sus tres ocupantes.
  Más tarde, en la soledad de su habitación, Julieta se quebró y lloró. Lloró como no lloraba desde hacía muchos, muchos años. Aún le quedaban lágrimas, después de todo...Lloró por su dolor, el de Ema y el de todo el mundo, atrapados en un universo cruel, doliente y ciego a los infinitos e insolubles problemas humanos. "¡Dios -pensó- si de veras existes...quítame de este infierno!"
  Después de tomar un par de somníferos, se quedó dormida.

  Al otro día la mujer despertó embotada y dolorida. Había dormido profundamente toda la noche en la misma posición, y el brazo derecho le dolía un poco.
  Lentamente se vistió, fue al baño y se lavó la cara. Después se fue a despertar a Ema. Eran las diez de la mañana y su hija seguramente dormía, ya que en ese días no estaba yendo a la escuela especial donde la enviaba desde que comenzara su enfermedad.
  La noche anterior había vuelto a nevar intensamente, pero ahora estaban cayendo sólo unos pocos copos aislados. Hacía frío. Escuchó a Tamara haciendo ruidos en la cocina y un penetrante olor a café le devolvió las energías y el optimismo.
  -Emy -dijo, entrando en el dormitorio de su hija-.
  Pero la niña no estaba en su cama. Tampoco vio a la silla de ruedas, que dejaba todas las noches a un lado de la cabecera.
  Un poco intrigada, Julieta fue hacia la cocina. Tamara la vio y sonrió.
  -¿Todavía no levantaste a Ema? -le preguntó-.
  -Pero...creí que lo habías hecho vos. No está en su cama.
  Por unos instantes las dos mujeres se quedaron como estatuas, sin entender bien lo que pasaba.
  -Mierda -murmuró Julieta- ¿Dónde se metió? ¡Ema!
  Pero la niña no contestó. Tamara y Julieta recorrieron la pequeña cabaña, sin encontrar la menor pista de ella.
  Las dos mujeres se miraron una a la otra, confundidas y al borde del pánico. Entonces vieron como Toby comenzaba a ladrar hacia la puerta, mientras gemía y movía la cola con fuerza.
  Instantáneamente Julieta comprendió.
  -¡Se fue afuera! -exclamó, manoteando un abrigo de la percha.
  -Pero...-contestó Tamara con los ojos abiertos de asombro- ¿Cómo hizo para sentarse sola en la silla?

  -Creo saber adonde fue -dijo Julieta con voz trémula, casi sin oírla- ¡Toby!
  La mujer abrió la puerta de la cabaña y vio como su perro salía disparado como una flecha. Inmediatamente se lanzó tras él.
  -¡Esperáme! -oyó la voz de Tamara detrás suyo- Voy con vos...
  -No...mejor quedate acá, por las dudas. Cualquier cosa te llamo al celu.
  -Pero...
  Julieta ya no la oía. Sin vacilar siguió a su perro, que corría en dirección al bosque, ladrando y dejando un reguero de pequeñas huellas con sus patas. Al lado de esas huellas había otras, inconfundibles: las producidas por la silla de ruedas de su hija, nítidamente marcadas en la alfombra mullida y reluciente formada por la nieve caída durante la noche.
  A pocos metros de allí encontró a la silla abandonada, volcada hacia un costado. Un pánico indecible le retorció las entrañas.
  -¡Ema! -gritó-.
  Entonces las vio.
  Desde  donde estaba la silla, además de las de su perro, había otras huellas, partiendo en la misma dirección. Huellas pequeñas, de un ser humano.
  Julieta sintió que el corazón le latía con la fuerza de un pistón. Jadeando, corrió hacia el bosque, exhalando a cada paso pequeñas nubes de vapor que se condensaban instantáneamente en el aire gélido de la mañana.
  -¡Emaaa!
  Cerca del cruce de caminos, unos metros más adelante de donde se espesaba la floresta, divisó a su hija, enfundada en el abrigo de piel blanco que le había regalado para su último cumpleaños.
  Estaba parada, mirando fijamente a algo delante suyo, semioculto entre los árboles. Su perro, pegado a sus piernas, también miraba en la misma dirección.
  La virgen...Estaban mirando a la virgen de nieve.
  Sin poder creer a sus propios ojos, la mujer se acercó a la niña, con las piernas vacilantes. Cuando estaba a unos dos metros de ella, Ema la oyó y se volvió con rápidez.
  -¿La ves, mamá? -exclamó- ¡Te dije que estaba ahí!
  Julieta no supo que contestar. Clavó su mirada en la extraña figura tallada por la cellisca y se acercó a su hija, lentamente. Cuando estuvo junto a ella la estrechó contra su pecho, con toda la inmensa ternura que sólo una madre es capaz de acumular durante tantos años de dolor y desesperanza.
  -¿La ves, mamá? -insistió Ema.
  -Sí, hija, la veo...-dijo Julieta, con voz muy suave, como temiendo romper aquel momento encantado y maravilloso-.
  Madre e hija se quedaron inmóviles durante unos instantes, contemplando a la mágica aparición, mientras algunos escasos copos de nieve caían indolentes a su alrededor, como despidiendo al invierno. Finalmente la mujer susurró en el oído de la niña:
  -Vamos a casa, Emi...hace mucho frío y te podés enfermar.
  Las dos dieron media vuelta y comenzaron a caminar hacia la cabaña, tomadas de la mano. Unos metros más adelante Ema se volvió y miró a la virgen de nieve por última vez.
  -¿Se va a quedar allí, mamá?
  -No, Emi...pero no te preocupés. Ella va a estar siempre cerca tuyo.
  Mientras regresaban a su hogar, Julieta notó que su hija caminaba con pasos firmes y sin la mínima vacilación...como si su terrible enfermedad hubiera sido sólo una pesadilla. Cuando llegaron a donde estaba la silla de ruedas, las dos se detuvieron.
  -¿Qué vas a hacer ahora con la silla, mamá?
  Julieta sonrió, como no sonreía  desde hacía muchos, muchos años.
  -No lo sé...supongo que la pondré en venta por eBay. Estoy segura que vos ya no la vas a necesitar.
  En la puerta de la cabaña las esperaba Tamara, con el estupor pintado en el rostro. Apenas la vio, Ema corrió -¡CORRIÓ!- hacia ella.   
  Julieta contempló como las dos se abrazaban con fuerza, y no tardó en unirse a ellas.
  -Pero...¿cómo pasó? -preguntó Tamara, temblando cono una hoja.
  -Pasó. Sólo pasó -le contestó Julieta está con los ojos brillantes- ¿Qué importa cómo?
  -¡Tengo hambre! -exclamó de pronto Ema, mientras se soltaba  de las dos mujeres y entraba corriendo en la cabaña, seguida por su perro- ¿Que hay de comer?

  Al otro día volvió a salir el sol y la virgen de nieve se deshizo, como se deshacen todas las cosas.

Gabriel Patrick

domingo, 5 de agosto de 2018

Elfa

MI LIBRO



Diseño de Portada (click para agrandar)

"EL PAÍS DE LAS LUNAS DORADAS" ES UN RELATO QUE TIENE QUE VER CON LA CAPACIDAD DE SUPERAR LAS ADVERSIDADES, EL ALTRUÍSMO Y TODO AQUELLO POR LO CUAL VALE LA PENA SENTIRSE HUMANO, SEA LO QUE ESO SIGNIFIQUE. 

Lo escribí como cuento corto, y acompañado por otros relatos edité en forma de libro.

En la imagen se puede ver la portada. Adjunto el primer capitulo para que sepan de que se trata.

Quien esté tentado de leerlo en forma completa puede solicitarlo a mi mail: gbrlpatrick@gmail.com.

Muchas gracias!

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EL PAIS DE LAS LUNAS DORADAS

CAP. 1: PROBLEMAS SIN FIN
CAP. 2: ARYLEEN
CAP. 3: SHANTAR
CAP. 4: UNA ABUELITA DE SESENTA Y CINCO AÑOS
CAP. 5: ¿UNA VIDA FELIZ?
CAP. 6: MUNDOS EN LA OSCURIDAD
CAP. 7. PARA HACER UN ARCO IRIS
CAP. 8. DONDE BRILLAN LAS ESTRELLAS
CAP. 9: QUIENQUIERA QUE SEAS
    
SINOPSIS/DESCRIPCION:
Federico es un chico de trece años que vive una amarga realidad: un padre que abandonó el hogar cuando era muy pequeño -al que casi ni recuerda- una madre gravemente enferma internada en un hospital, sin hermanos en que apoyarse y unos tíos y primos (con quienes vive en un pequeño pueblo) que lo subestiman y maltratan. Finalmente encuentra un nuevo sentido para su existencia en un mundo paralelo, mágico y extraño -que jamás pensó que podría existir- al que llega en forma inesperada, dando así comienzo a una nueva vida y renovadas esperanzas.

 Capítulo 1
  PROBLEMAS SIN FIN
"Si no fuera
por la oscuridad
sería imposible
ver a las estrellas"
-anónimo-

  Estaba como la mona.
  Era uno de esos días en donde todo parecía salirme mal: en las cuatrimestrales me había ido de terror... y encima había perdido el celular en el cole, y sabía que mi tío no iba a comprarme otro  aunque se lo pidiera de rodillas... y eso es lo último que estaba dispuesto a hacer en mi vida.     
  -Siempre el mismo inútil- me dijo, con su habitual expresión de amargado. Menos mal que mi tío no se ríe muy seguido... siempre pensé que si lo hacía se le iba a resquebrajar la cara.
  Además mamá... mamá seguía internada. Ya llevaba seis meses en el hospital, y los médicos ni siquiera sabían que hacer para mejorarla. Decían que iban a intentar un tratamiento nuevo, pero ye le habían hecho demasiados, y con muy pocos resultados.
  A mi viejo, apenas si lo conocí. Se marchó de casa cuando yo era muy pequeño, y nunca más volvió. Como soy hijo único, no tuve más remedio que ir a vivir con mis tíos y mis primos -dos mellizos de quince años, insoportablemente malcriados- a quienes yo les caía tan bien como encontrar un gusano en la hamburguesa. Todos sabíamos que jamás me habrían aceptado de no ser por mi madre, que era hermana de mi tía.
  Para colmo, vivíamos en un pueblito muy pequeño (se llama Los Sauces, aunque los que plantaron nuestros bisabuelos en la plaza hace ya muchos años -así como los clásicos eucaliptus de los costados de la vía del tren- fueron eliminados del mapa) donde nos habíamos mudado hacía muy poco y casi no tuve tiempo de conocer a nadie.
  Con sólo trece años de edad yo ya tenía una visión bastante negra del mundo... sin siquiera un solo rayito de esperanza que echara algo de luz sobre tanta oscuridad, al menos, hasta que fuera mayor y pudiera valerme por mí mismo. ¡Y faltaba tanto para eso! Estábamos solos, Brick y yo, contra el mundo.   
  Brick es un perrito lanudo que recogí de la calle, para disgusto de mi "familia" -Es feo y chillón, pero por lo menos nos va a avisar si entran ladrones- decía mi tía, siempre práctica y encantadora. Y no le faltaba razón. Lo único que el pobre Brick (yo lo llamo "el viejo pirata", porque cuando era cachorrito le dieron un piedrazo y desde entonces le quedó un ojo más abierto que el otro) sabe hacer es seguirme a todos lados ladrando como un tonto... y eso si no está comiendo o durmiendo a pata ancha. Y aún así es mi amigo... ¡mi único AMIGO!!!
  Bueno, no es el único. También está Braulio, el dueño del quiosco de golosinas que vive del otro lado de la vía del tren.
  Braulio es un viejito repiola, un jubilado que se ayuda con el quiosquito porque la pensión que cobra no le alcanza. Y un compañero como pocos. Juntos sabemos pasar momentos fantásticos -pese a la diferencia de edad- jugando al ajedrez o a los naipes (es un fanático del póker) o recorriendo en bicicleta las afueras del pueblo. Como vive solo, siempre tiene tiempo para hablar conmigo. Sabe escuchar, yo le cuento mis problemas... y de alguna manera me siento mejor, aunque hablando no solucione nada. 
  Nada es fácil cuando no tenés hermanos, tu papá no existe y tu mamá es solo una pálida sombra entre las blancas sábanas de un hospital.

  Aquel día yo estaba especialmente depre, después de perder el celu, y sin la menor gana de ponerme a estudiar para recuperar las malas notas de la última prueba. Había estado casi toda la tarde en el hospital ayudando a Margarita -la enfermera que cuida a mamá- a higienizarla, ya que la pobre apenas si se puede levantar de la cama. Braulio a veces también me acompaña, cuando puede dejar el negocio, y mamá se alegra mucho al verlo. Piensa que él me protege- y en cierto modo, es así- y eso la hace sentir más tranquila.
  Cuando me despedí de ella, ya casi de noche, mamá me miró de una manera extrañamente fija. Después me dio un beso en la frente y me apretó muy fuerte contra su pecho.
  -Cuidate -me dijo sonriendo, con un hilo de voz- Y gracias.
  -¿Gracias? ¿Por qué? 
  -Por ser el hijo más maravilloso del mundo -me contestó dulcemente- Fede... -murmuró después de una pausa- ¿Qué hacemos si no brillan las estrellas?
  -Siempre brillan en nuestros corazones -le contesté mecánicamente.
  Era algo así como un juego. Cuando mamá me lo dijo por primera vez, yo tendría no más de cuatro años. Mi padre nos había abandonado hacía poco... y yo acababa de pasar una noche de pesadillas. Desde entonces me lo repetía siempre que me veía mal, malhumorado por pavadas o después de que mis tontos primos me rompían los juguetes o hacían alguna maldad. Y eso, de alguna forma, me consolaba... al menos, cuando era muy niño.
  Sin decirle nada más le devolví el beso y me fui, arrastrando los pies por los fríos pasillos del hospital.
  ¿Qué más podía decir? Después de tantas penosos visitas a la sala donde mi madre luchaba por sobrevivir, -que no servían para nada, y encima me quitaban tiempo para estudiar- yo ya había perdido casi todas las palabras.
  Cuando llegué al negocio de Braulio (donde iba casi todas las tardes) me sentí cansado y de mal humor.
  -Me gustaría estar en otro mundo -le dije a Braulio, casi sin pensarlo, mientras me desplomaba sobre una vieja silla de mimbre que tenía en la cocina. El viejo ya había cerrado el negocio y yo tenía muchas ganas de hablar... hablar y hablar hasta desahogarme.
  Braulio me sonrió y se quedó pensativo durante unos segundos.
-Fede -me dijo por fin- ¿alguna vez oíste hablar del País de las Lunas Doradas?
  -No- le contesté, aunque supongo que debo haber puesto cara de tonto, "la única que tengo", según mis primos.
  -¿Sabés que hay un país... en realidad, un mundo, que tiene dos lunas -aunque no siempre se ven juntas- y está habitado por gente como nosotros? 
  -¿Dos lunas? Eso no existe.
  -No me estoy refiriendo a la Tierra -me dijo Braulio, frunciendo el ceño- ¿nunca oíste hablar que además de la nuestra existen otras dimensiones, y en ellas otros mundos habitados ?
  -Sí... -suspiré- pero todos sabemos que son sólo fantasías.  
  -Pues te equivocás, hijo. Yo estuve muchas veces en el país que te mencioné... y puedo volver a visitarlo cuando quiera, y llevar conmigo a quien desee.
  -Pero... ¿me estás hablando en serio, Braulio?
-¿Alguna vez te mentí? Sabés muy bien que podés confiar en mí, Fede -me dijo el anciano con voz algo dolida.
  Me sentí un poco avergonzado. Desde luego sabía que Braulio me quería como si fuera su propio nieto y nunca me mentiría, al menos que fuera para mi propio bien.
  -Ese mundo se llama Shantar- prosiguió,  mirándome con seriedad y dulzura al mismo tiempo- y como te dije, está en otra dimensión, aunque es posible visitarlo si realmente lo deseas... y tus intenciones son pacíficas.
  Durante unos segundos nos quedamos callados, Braulio y yo. Ya había caído la noche y sólo se oían el tenue silbido del viento y los suaves ronquidos de Brick, que desde hacía un ratito se había quedado dormido en un rincón y soñaba, seguramente, con otros mundos llenos de huesos humeantes, pelotas de goma y perras de todas las razas y tamaños.
  -Quiero ir allí -dije por fin, casi sin pensarlo-. Quiero conocer ese lugar.
  - Sabía que dirías eso- murmuró el viejo, mientras me guiñaba un ojo- y creo que voy a darte el gusto. Mañana, cuando despiertes, no lo harás en la casa de tus tíos. ¡Sino directamente en Shantar!
  Debo haber abierto los ojos como platos, porque Braulio lanzó una carcajada.
  -¿Así... tan fácil?     
  -Bueno, no es tan fácil como parece. Yo debo prepararme durante algunas horas para abrir lo que podríamos llamar... un portal... lo suficientemente grande como para que podamos trasladarnos los dos.
  -¿Y yo que debo hacer?- exclamé excitado.
  El anciano me despeinó los cabellos y guiñó un ojo de nuevo.
  -Sólo dormir... como un angelito. Andáte a la cama después de la cena. No usés la compu ni los auriculares, sólo acostate sin decirle nada a nadie. Y mañana, cuando despiertes, estarás en el País de las Lunas Doradas. Yo iré allí un poco antes y te estaré esperando... ¡palabra de honor!
  Esa noche no hablamos nada más. Como dijo Braulio me acosté temprano, para sorpresa de mis tíos, acostumbrados a que solía quedarme a escuchar música hasta muy tarde. Por suerte, mis primos se habían ido a un cumpleaños y no había nadie que me molestara. La noche estaba tan tranquila como una canción de cuna.
  Aun así, me costó conciliar el sueño. ¡Braulio, con su dichosa historia, me había llenado de ansiedad e inquietud! Brick, por su parte, entró rápidamente en el reino de Morfeo, enrollado en la colchoneta que yo le había puesto, como siempre, al lado de la mesa de luz.
  Supongo que serían las tres o las cuatro cuando me dormí. O tal vez entré en un estado mental especial, ese en que no estás despierto ni dormido -creo que le llaman estado hipnagógico, o algo así- cuando me desperté en medio de un atronador chirrido de grillos.
  ¡Grillos! No había grillos en el centro de mi pueblo... sólo en las afueras, en los barrios más verdes y aún no pavimentados. Tampoco se los veía en esa época del año. ¿Por qué hacían tanto barullo?
  Abrí los ojos de golpe y me senté como un resorte sobre la cama... o lo que creí era mi cama. Aún estaba algo adormilado, y me llevó unos segundos darme cuenta de que...
¡estaba al descampado, bajo un cielo claro como los ojos de un bebé, en el que se podían ver nítidamente dos lunas llenas gemelas... de un pleno y nunca imaginado -para mí- color dorado!!!
  Me levanté de un salto, mientras Brick comenzó a ladrar como loco a mi lado.
  Entonces ví venir a  Braulio lo más pancho, con su amplia y acostumbrada sonrisa, afable y tranquilizadora. El viejo pirata se le fue encima como un rayo, moviendo rápidamente la cola, como hace siempre que lo ve manotear alguna golosina del mostrador y agitarla delante de sus narices.
  -Braulio! -exclamé- ¿estoy dormido?
  -¡Claro que no! -me contestó mi amigo, divertido por mi desconcierto- bienvenido al País de las Lunas Doradas, Federico- dijo haciendo un amplio ademán, como queriendo abarcar todo el paisaje que nos rodeaba. Yo me froté los ojos con fuerza...y nada cambió. ¡Entonces supe que TODO ERA REAL!
  Y fue así como comenzó una nueva etapa de mi vida, muy distinta a la que había vivido hasta entonces. Lo supe apenas vi dónde estaba. Era un lugar... bueno, ya se los contaré en detalle. 
  Hasta entonces, yo pensaba que había aprendido de la vida -amargamente- todo lo que es posible aprender en trece años. Que ya me había pasado todo lo que nos puede pasar en ese corto, y duro para mí, período de tiempo.
  ¡Tonto de mí! ¡Era tanto lo que aún tenía por VIVIR!
  Y fue así entre los atronadores ladridos de mi perro, un concierto sin fin de grillos chillones y dos lunas imposibles, como dio comienzo mi primer día en el País de las Lunas Doradas.
(FIN DEL CAPITULO 1).

viernes, 3 de agosto de 2018

EL REGRESO

 EL REGRESO

  Joaquín se quitó los lentes y frotó los ojos con cuidado. Sentía la vista cansada. Hacía un par de horas que estaba sentado delante de la computadora, y a sus treinta y séis años ya usaba anteojos con bastante aumento, inevitable consecuencia del uso y abuso de los leds nuestros de cada día.
  Sin prisa, apagó la computadora y salió al patio.
  Luna lo estaba esperando en un extremo del jardín, donde terminaba el  terreno de su sencilla pero amplia casita en las afueras de Goya. Luna siempre lo esperaba. Ella jamás iba sola a ninguna parte.
  Joaquín se le acercó despacio por atrás, la abrazó y le besó los labios suavemente. Luna lo tomó de la muñeca y apretó con fuerza una mejilla contra su mano.
  La mejilla de la chica estaba fría...muy fría, pese a que estaban en pleno verano, apenas promediando el mes de febrero.
  Era un día atípicamente nublado y desapacible. Una suave y persistente brisa, proveniente del sur, había comenzado a soplar con insistencia desde la media noche anterior, bajando notoriamente la temperatura normal para aquella época del año en la región.
  -Está bastante fresco, Lu -le dijo el joven- ¿por qué no vamos adentro?
  Luna le sonrió con tristeza. Era una chica pequeña, delgada y muy pálida. Tenía enormes ojeras y una peluca negra y brillante, con un largo flequillo que llegaba casi hasta sus ojos algo rasgados, como los de un duende. Su cabello, su verdadero cabello, largo y dorado, había desaparecido completamente a raíz del estéril tratamiento médico que había estado recibiendo durante las últimas semanas.
  Joaquín insistió, con voz suave:
  -Lu, no es bueno que tomes frío... ¿Por qué saliste al jardín tan temprano?
  Luna le miró a los ojos y le dijo lentamente:
  -Salí a ver las golondrinas, Joaquín. Ya se están por marchar.
  El joven miró hacia el cielo, por reflejo. Vio que algunas golondrinas se aprestaban ya para ejecutar su ancestral ritual, su vuelo anual hacia las lejanas tierras de América del Norte. Como todos los años, con la precisión de un reloj milenario pero infalible, recorrerían doce mil kilómetros en treinta días, sin comer ni beber, desde el amanecer hasta la puesta del sol...sin prisa pero sin pausa, hasta llegar a San Juan de Capistrano, en California. Justo a tiempo para ver el comienzo de un nuevo verano, en cuyo clima benigno permanecerían hasta fines de octubre, cuando otra vez remontarían vuelo hacia Goya, Argentina. Y así, quien sabe desde hace cuantos milenios... viviendo siempre en una mágica, cálida y eterna primavera.
  -Me gustaría ir con ellas -siguió la chica- mi tiempo aquí ya...
  -Vamos, Luna -dijo Joaquín, abrazando a su novia con infinito cuidado, como se abraza a un niño- ya te dijo el médico que no es conveniente que tomes frío, cabeza dura...
  La chica bufó y sonrió al mismo tiempo, apenas una leve y triste sonrisa. Después, vacilante y apoyándose en el brazo de Joaquín, logró ponerse de pie. El joven notó con un estremecimiento que su mano, muy blanca y surcada de venas azules, parecía de hielo, como la un muerto.
  Lentamente la pareja abandonó el jardín y regresó al abrigo de la vivienda. Luna caminaba con esfuerzo seguida por la mirada curiosa de Rupert, el gato anaranjado y atorrante que unos amigos le habían regalado meses atrás para su cumpleaños, cuando la chica aún estaba bien de salud.
  Desde entonces, todo había cambiado para ellos... y mucho. Una enfermedad repentina había atacado a Luna,  causando estragos en su cuerpo. Según los médicos, no había tratamientos que pudieran salvarle la vida. Lo habían intentado todo, pero era inútil tratar de contener aquel caos arrasador de células destructivas llamado leucemia. Sólo quedaba aguardar que el final fuera lo más rápido y menos doloroso posible... los dos jóvenes lo sabían y aceptaban sin rebelarse. ¿Qué otra cosa podían hacer? A menudo, en las últimas semanas, y sin poder evitarlo, Joaquín recordaba obsesivamente una vieja frase que había leído alguna vez, en algún libro olvidado: "no hay donde esconderse cuando el ángel de la muerte despliega sus las sobre ti"... por todos los cielos, ¿quien había escrito aquella frase aparatosa, cursi y casi grotesca, pero REAL?
  Era inútil tratar de no pensar, tanto como querer detener al viento con las manos. Las tristes cavilaciones del muchacho lo desbordaban con la fuerza de un tsunami, aunque con un gran esfuerzo tratara de disimularlo. Luna sólo tenía veintiocho años...¡veintiocho años! Estaba junto a él desde que había cumplido los veintitrés. Cinco deliciosos años que pensó que se prolongarían para siempre... pero Joaquín aprendió amargamente que no existe un "para siempre", tan sólo un AHORA. Un ahora que inexorablemente se desintegra con la rapidez de las hojas secas al comenzar el otoño. Un fugaz y escurridizo ahora al que trataba de aferrarse en vano con uñas y dientes, como un náufrago desesperado a un madero providencial desechado por la tormenta.

  Cuando ya estaban a mitad de camino, Luna lo miró a los ojos y preguntó:
-¿Por qué estás llorando, Joaquín?
-No estoy llorando, Luna.
-Mentiroso. Veo lágrimas en tus ojos.
-No son lágrimas. Es el reflejo del rocío del amanecer.
  Abrazados, entraron en la cocina de la casa, seguidos de Ruperto, que maullaba pidiendo comida. Era el dieciocho de febrero de un año cualquiera, en la ciudad de Goya, Entre Ríos. Las golondrinas, sin pedir permiso a nadie, levantaron vuelo y se marcharon a California, en busca de nuevos horizontes llenos de sol y calor. Altivas e indiferentes -como los arrogantes dioses antiguos- a los problemas de las torpes criaturas terrestres, que jamás podrían volar.
  Tan solo unas horas después, ya no quedaba ninguna a la vista. Con creciente angustia, Joaquín recordó las estrofas de aquella vieja canción...

"¿Adonde te irás volando por esos cielos...brasita negra que lustra la oscuridad?"

  Y como Luna, deseó desesperadamente poder volar con ellas.

  La joven nunca pudo ver el regreso de las golondrinas. Tan solo unas semanas después, postrada en el lecho de un hospital, llegó el momento de su propia partida.
  Casi vacío por dentro, Joaquín se quedó mirando durante un rato el cuerpo exánime y casi etéreo de aquella dulce y bella criatura a la que había amado tanto. Sintió que hubiera dado gustosamente su propia vida para que nuevamente volvieran la luz a sus ojos y el color a sus mejillas, ahora tan frías y pálidas como las de una muñeca de cera.
  Hasta último momento había esperado que algún hecho prodigioso revirtiera la situación. Apenas Luna se sumergió en el que fue su último sueño, el joven pensó: "Dios, si existes, haz el milagro que pueda volver a escuchar su voz otra vez." Pero como dijo una vez un viejo escritor alemán... el más indestructible de los milagros es la fe humana en ellos. No hay milagros, en realidad, aunque muchos pensadores consideren al universo entero como una prueba de su existencia. Sólo existen sucesos imprevisibles y caóticos que los seres humanos, tristes marionetas en manos de fuerzas y poderes incomprensibles, jamás pudieron controlar.
  Luna se fue, y Joaquín, con el corazón hecho jirones, pensó que nunca lo podría superar. Apenas si podía creer que no volvería a ver a aquella chica bellísima de sonrisa ancha y ojos de duende, con los que había pasado los mejores años de su vida. Aquella noche, en la soledad de su habitación, lloró como no las había hecho desde hacía muchos, muchos años. Pero llorar no soluciona nada. Nunca lo hizo. Consuela, pero nada más.
  Con el correr de los días, después de la pérdida de un ser querido, llegan el aturdimiento y la resignada aceptación. Y el joven no fue una excepción. Pero aún semanas después un profundo abatimiento seguía oprimiéndole el pecho, con la fuerza irresistible de una garra de acero. Un abatimiento y una desesperanza que parecía condensar su firme convicción sobre la dolorosa futilidad de miles de generaciones humanas, aherrojadas contra su voluntad en un mundo caótico e imprevisible. De millones de almas que en vano clamaron durante siglos a un Dios indiferente e inasible. Un Dios que tal vez nunca haya sido más que una entelequia, un mito... una dulce mentira.
  Joaquín tardó bastante tiempo en salir de aquel magma pegajoso y oscuro, donde mentes más poderosas y preparadas quedaron destruídas o se perdieron para siempre. Poco a poco lo fue logrando... o al menos, eso creyó entonces. Pero nunca lo consiguió del todo.

  Los años pasaron. Muchas golondrinas partieron de Goya a San Juan de Capistrano, puntuales como siempre, para regresar nuevamente meses después, en busca de un nuevo verano. Joaquín nunca volvió a estar en pareja...los años siguientes a la muerte de Luna fueron para él una anodina retahíla de sucesos que veía pasar casi con indiferencia, como si no estuviera involucrado en ellos. Sin comprometerse, tomando distancia de un mundo que le parecía absurdo, injusto y sin sentido. Todo se le antojaba no más que un banal desfile de primaveras-veranos-otoños-inviernos, días y noches, lunas y soles, un sin fin de hechos ilusorios, casi oníricos (una  vez, en alguna parte, había leído que sueños y realidad están hechos de la misma materia) que únicamente era capaz de disfrutar momentánea y esporádicamente. Esa fútil e imprevista obra de teatro que los hombres -que creemos saberlo todo, aunque no somos ni siquiera remotamente conscientes de su verdadero significado- llamamos existencia.
  Y así, sin darse cuenta, Joaquín dejó de ser joven. Sus cabellos se volvieron blancos como la nieve y su piel se marchitó como se marchitan las viejas osamentas en los cementerios. Ya hacía tiempo caminaba despacio y encorvado, una especie de sombra del hombre fuerte y vigoroso que había sido en el verano de su vida. Un verano que languideció sin darse cuenta, como languidecen todas las cosas...

  Un día gris, bastante destemplado, se sentó en un sillón del jardín y se dispuso a contemplar el cielo. Siempre lo hacía, sintiéndose solo en medio de la nada, ajeno como de costumbre a la vida que palpitaba a su alrededor.
  Era temprano, las siete de la mañana de un dieciocho de febrero que parecía haber despuntado casi con desgano. Sin emoción alguna -las había contemplado infinidad de ocasiones- el anciano vio que las primeras golondrinas comenzaban a partir hacia California, surcando con indolencia un cielo nublado y triste. Y con obcecada nostalgia recordó una vez más cuando años (o siglos) atrás las veía junto a Luna, abrazados en el jardín, sintiendo tontamente que nada ni nadie podía separarlos.
  Hubiera deseado llorar, pero no pudo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que se había quedado sin lágrimas.
  Entonces algo sucedió. De pronto notó que las nubes se abrían y dejaban pasar un rayo de sol, que se posaba suavemente unos metros delante suyo. Casi al mismo tiempo vio que alguien bajaba por el rayo de sol, como una sutil imagen holográfica proyectada misteriosamente desde las alturas. La figura se detuvo, sin prisa, y lo miró con  ojos profundos y serenos.
  -Hola, Joaquín.
  -Luna... -murmuró Joaquín, con apenas un hilillo de voz. Estaba algo aturdido, aunque por alguna razón no se sentía demasiado sorprendido, como si la aparición de la chica fuera lo más natural del mundo- estás igual.
  -De donde vengo no existe el tiempo -le contestó ella lentamente-. Te extrañé, Joko.
  Mientras hablaba Luna se pasó una mano por sus cabellos, largos y alborotados por la brisa. Estaba hermosa, como cuando Joaquín la vio por primera vez. Su piel parecía resplandecer, envuelta totalmente en el único, espléndido y extraño rayo de sol de la mañana.
  -Estás realmente aquí? ¿Estoy soñando o...?
  La chica sonrió.
  -Los sueños y la realidad están hechos de la misma materia, dicen los sabios.
  -¿Es... un milagro?
  -No. Sólo es.
  -Pero, ¿cómo...?
  -No hagas preguntas para las que no hay respuestas. Vamos. Es hora de regresar.
  Con un ligero movimiento, y sin dejar de sonreír, la chica le tendió una de sus manos. Casi sin pensarlo el anciano hizo lo mismo, mientras se levantaba de la raída silla de aluminio donde había pasado tantas horas de su vida mirando sin ver la nada que le rodeaba.
  Cuando sus manos se tocaron, Joaquín notó con sorpresa que la suya también era tersa y rosada. No más arrugas, no más la piel curtida ni amarillenta por el paso de los años. Entonces SUPO, sin ninguna duda, que Luna tenía razón. Había llegado el momento de partir.
  Sin vacilar dio un paso hacia adelante y entró en el rayo de luz para unirse a la chica-sueño jamás olvidada, que lo esperaba en silencio. Y como las golondrinas del verano, sin resistirse, se dejó llevar junto a ella en alas de ese sueño.

  "-¿Por qué estás llorando, Luna?
  -No estoy llorando, Joaquín.
  -Mentirosa. Veo lágrimas en tos ojos.
  -No son lágrimas. Es el reflejo del rocío del amanecer."


EL REGRESO
Gabriel Patrick