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viernes, 3 de agosto de 2018

EL REGRESO

 EL REGRESO

  Joaquín se quitó los lentes y frotó los ojos con cuidado. Sentía la vista cansada. Hacía un par de horas que estaba sentado delante de la computadora, y a sus treinta y séis años ya usaba anteojos con bastante aumento, inevitable consecuencia del uso y abuso de los leds nuestros de cada día.
  Sin prisa, apagó la computadora y salió al patio.
  Luna lo estaba esperando en un extremo del jardín, donde terminaba el  terreno de su sencilla pero amplia casita en las afueras de Goya. Luna siempre lo esperaba. Ella jamás iba sola a ninguna parte.
  Joaquín se le acercó despacio por atrás, la abrazó y le besó los labios suavemente. Luna lo tomó de la muñeca y apretó con fuerza una mejilla contra su mano.
  La mejilla de la chica estaba fría...muy fría, pese a que estaban en pleno verano, apenas promediando el mes de febrero.
  Era un día atípicamente nublado y desapacible. Una suave y persistente brisa, proveniente del sur, había comenzado a soplar con insistencia desde la media noche anterior, bajando notoriamente la temperatura normal para aquella época del año en la región.
  -Está bastante fresco, Lu -le dijo el joven- ¿por qué no vamos adentro?
  Luna le sonrió con tristeza. Era una chica pequeña, delgada y muy pálida. Tenía enormes ojeras y una peluca negra y brillante, con un largo flequillo que llegaba casi hasta sus ojos algo rasgados, como los de un duende. Su cabello, su verdadero cabello, largo y dorado, había desaparecido completamente a raíz del estéril tratamiento médico que había estado recibiendo durante las últimas semanas.
  Joaquín insistió, con voz suave:
  -Lu, no es bueno que tomes frío... ¿Por qué saliste al jardín tan temprano?
  Luna le miró a los ojos y le dijo lentamente:
  -Salí a ver las golondrinas, Joaquín. Ya se están por marchar.
  El joven miró hacia el cielo, por reflejo. Vio que algunas golondrinas se aprestaban ya para ejecutar su ancestral ritual, su vuelo anual hacia las lejanas tierras de América del Norte. Como todos los años, con la precisión de un reloj milenario pero infalible, recorrerían doce mil kilómetros en treinta días, sin comer ni beber, desde el amanecer hasta la puesta del sol...sin prisa pero sin pausa, hasta llegar a San Juan de Capistrano, en California. Justo a tiempo para ver el comienzo de un nuevo verano, en cuyo clima benigno permanecerían hasta fines de octubre, cuando otra vez remontarían vuelo hacia Goya, Argentina. Y así, quien sabe desde hace cuantos milenios... viviendo siempre en una mágica, cálida y eterna primavera.
  -Me gustaría ir con ellas -siguió la chica- mi tiempo aquí ya...
  -Vamos, Luna -dijo Joaquín, abrazando a su novia con infinito cuidado, como se abraza a un niño- ya te dijo el médico que no es conveniente que tomes frío, cabeza dura...
  La chica bufó y sonrió al mismo tiempo, apenas una leve y triste sonrisa. Después, vacilante y apoyándose en el brazo de Joaquín, logró ponerse de pie. El joven notó con un estremecimiento que su mano, muy blanca y surcada de venas azules, parecía de hielo, como la un muerto.
  Lentamente la pareja abandonó el jardín y regresó al abrigo de la vivienda. Luna caminaba con esfuerzo seguida por la mirada curiosa de Rupert, el gato anaranjado y atorrante que unos amigos le habían regalado meses atrás para su cumpleaños, cuando la chica aún estaba bien de salud.
  Desde entonces, todo había cambiado para ellos... y mucho. Una enfermedad repentina había atacado a Luna,  causando estragos en su cuerpo. Según los médicos, no había tratamientos que pudieran salvarle la vida. Lo habían intentado todo, pero era inútil tratar de contener aquel caos arrasador de células destructivas llamado leucemia. Sólo quedaba aguardar que el final fuera lo más rápido y menos doloroso posible... los dos jóvenes lo sabían y aceptaban sin rebelarse. ¿Qué otra cosa podían hacer? A menudo, en las últimas semanas, y sin poder evitarlo, Joaquín recordaba obsesivamente una vieja frase que había leído alguna vez, en algún libro olvidado: "no hay donde esconderse cuando el ángel de la muerte despliega sus las sobre ti"... por todos los cielos, ¿quien había escrito aquella frase aparatosa, cursi y casi grotesca, pero REAL?
  Era inútil tratar de no pensar, tanto como querer detener al viento con las manos. Las tristes cavilaciones del muchacho lo desbordaban con la fuerza de un tsunami, aunque con un gran esfuerzo tratara de disimularlo. Luna sólo tenía veintiocho años...¡veintiocho años! Estaba junto a él desde que había cumplido los veintitrés. Cinco deliciosos años que pensó que se prolongarían para siempre... pero Joaquín aprendió amargamente que no existe un "para siempre", tan sólo un AHORA. Un ahora que inexorablemente se desintegra con la rapidez de las hojas secas al comenzar el otoño. Un fugaz y escurridizo ahora al que trataba de aferrarse en vano con uñas y dientes, como un náufrago desesperado a un madero providencial desechado por la tormenta.

  Cuando ya estaban a mitad de camino, Luna lo miró a los ojos y preguntó:
-¿Por qué estás llorando, Joaquín?
-No estoy llorando, Luna.
-Mentiroso. Veo lágrimas en tus ojos.
-No son lágrimas. Es el reflejo del rocío del amanecer.
  Abrazados, entraron en la cocina de la casa, seguidos de Ruperto, que maullaba pidiendo comida. Era el dieciocho de febrero de un año cualquiera, en la ciudad de Goya, Entre Ríos. Las golondrinas, sin pedir permiso a nadie, levantaron vuelo y se marcharon a California, en busca de nuevos horizontes llenos de sol y calor. Altivas e indiferentes -como los arrogantes dioses antiguos- a los problemas de las torpes criaturas terrestres, que jamás podrían volar.
  Tan solo unas horas después, ya no quedaba ninguna a la vista. Con creciente angustia, Joaquín recordó las estrofas de aquella vieja canción...

"¿Adonde te irás volando por esos cielos...brasita negra que lustra la oscuridad?"

  Y como Luna, deseó desesperadamente poder volar con ellas.

  La joven nunca pudo ver el regreso de las golondrinas. Tan solo unas semanas después, postrada en el lecho de un hospital, llegó el momento de su propia partida.
  Casi vacío por dentro, Joaquín se quedó mirando durante un rato el cuerpo exánime y casi etéreo de aquella dulce y bella criatura a la que había amado tanto. Sintió que hubiera dado gustosamente su propia vida para que nuevamente volvieran la luz a sus ojos y el color a sus mejillas, ahora tan frías y pálidas como las de una muñeca de cera.
  Hasta último momento había esperado que algún hecho prodigioso revirtiera la situación. Apenas Luna se sumergió en el que fue su último sueño, el joven pensó: "Dios, si existes, haz el milagro que pueda volver a escuchar su voz otra vez." Pero como dijo una vez un viejo escritor alemán... el más indestructible de los milagros es la fe humana en ellos. No hay milagros, en realidad, aunque muchos pensadores consideren al universo entero como una prueba de su existencia. Sólo existen sucesos imprevisibles y caóticos que los seres humanos, tristes marionetas en manos de fuerzas y poderes incomprensibles, jamás pudieron controlar.
  Luna se fue, y Joaquín, con el corazón hecho jirones, pensó que nunca lo podría superar. Apenas si podía creer que no volvería a ver a aquella chica bellísima de sonrisa ancha y ojos de duende, con los que había pasado los mejores años de su vida. Aquella noche, en la soledad de su habitación, lloró como no las había hecho desde hacía muchos, muchos años. Pero llorar no soluciona nada. Nunca lo hizo. Consuela, pero nada más.
  Con el correr de los días, después de la pérdida de un ser querido, llegan el aturdimiento y la resignada aceptación. Y el joven no fue una excepción. Pero aún semanas después un profundo abatimiento seguía oprimiéndole el pecho, con la fuerza irresistible de una garra de acero. Un abatimiento y una desesperanza que parecía condensar su firme convicción sobre la dolorosa futilidad de miles de generaciones humanas, aherrojadas contra su voluntad en un mundo caótico e imprevisible. De millones de almas que en vano clamaron durante siglos a un Dios indiferente e inasible. Un Dios que tal vez nunca haya sido más que una entelequia, un mito... una dulce mentira.
  Joaquín tardó bastante tiempo en salir de aquel magma pegajoso y oscuro, donde mentes más poderosas y preparadas quedaron destruídas o se perdieron para siempre. Poco a poco lo fue logrando... o al menos, eso creyó entonces. Pero nunca lo consiguió del todo.

  Los años pasaron. Muchas golondrinas partieron de Goya a San Juan de Capistrano, puntuales como siempre, para regresar nuevamente meses después, en busca de un nuevo verano. Joaquín nunca volvió a estar en pareja...los años siguientes a la muerte de Luna fueron para él una anodina retahíla de sucesos que veía pasar casi con indiferencia, como si no estuviera involucrado en ellos. Sin comprometerse, tomando distancia de un mundo que le parecía absurdo, injusto y sin sentido. Todo se le antojaba no más que un banal desfile de primaveras-veranos-otoños-inviernos, días y noches, lunas y soles, un sin fin de hechos ilusorios, casi oníricos (una  vez, en alguna parte, había leído que sueños y realidad están hechos de la misma materia) que únicamente era capaz de disfrutar momentánea y esporádicamente. Esa fútil e imprevista obra de teatro que los hombres -que creemos saberlo todo, aunque no somos ni siquiera remotamente conscientes de su verdadero significado- llamamos existencia.
  Y así, sin darse cuenta, Joaquín dejó de ser joven. Sus cabellos se volvieron blancos como la nieve y su piel se marchitó como se marchitan las viejas osamentas en los cementerios. Ya hacía tiempo caminaba despacio y encorvado, una especie de sombra del hombre fuerte y vigoroso que había sido en el verano de su vida. Un verano que languideció sin darse cuenta, como languidecen todas las cosas...

  Un día gris, bastante destemplado, se sentó en un sillón del jardín y se dispuso a contemplar el cielo. Siempre lo hacía, sintiéndose solo en medio de la nada, ajeno como de costumbre a la vida que palpitaba a su alrededor.
  Era temprano, las siete de la mañana de un dieciocho de febrero que parecía haber despuntado casi con desgano. Sin emoción alguna -las había contemplado infinidad de ocasiones- el anciano vio que las primeras golondrinas comenzaban a partir hacia California, surcando con indolencia un cielo nublado y triste. Y con obcecada nostalgia recordó una vez más cuando años (o siglos) atrás las veía junto a Luna, abrazados en el jardín, sintiendo tontamente que nada ni nadie podía separarlos.
  Hubiera deseado llorar, pero no pudo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que se había quedado sin lágrimas.
  Entonces algo sucedió. De pronto notó que las nubes se abrían y dejaban pasar un rayo de sol, que se posaba suavemente unos metros delante suyo. Casi al mismo tiempo vio que alguien bajaba por el rayo de sol, como una sutil imagen holográfica proyectada misteriosamente desde las alturas. La figura se detuvo, sin prisa, y lo miró con  ojos profundos y serenos.
  -Hola, Joaquín.
  -Luna... -murmuró Joaquín, con apenas un hilillo de voz. Estaba algo aturdido, aunque por alguna razón no se sentía demasiado sorprendido, como si la aparición de la chica fuera lo más natural del mundo- estás igual.
  -De donde vengo no existe el tiempo -le contestó ella lentamente-. Te extrañé, Joko.
  Mientras hablaba Luna se pasó una mano por sus cabellos, largos y alborotados por la brisa. Estaba hermosa, como cuando Joaquín la vio por primera vez. Su piel parecía resplandecer, envuelta totalmente en el único, espléndido y extraño rayo de sol de la mañana.
  -Estás realmente aquí? ¿Estoy soñando o...?
  La chica sonrió.
  -Los sueños y la realidad están hechos de la misma materia, dicen los sabios.
  -¿Es... un milagro?
  -No. Sólo es.
  -Pero, ¿cómo...?
  -No hagas preguntas para las que no hay respuestas. Vamos. Es hora de regresar.
  Con un ligero movimiento, y sin dejar de sonreír, la chica le tendió una de sus manos. Casi sin pensarlo el anciano hizo lo mismo, mientras se levantaba de la raída silla de aluminio donde había pasado tantas horas de su vida mirando sin ver la nada que le rodeaba.
  Cuando sus manos se tocaron, Joaquín notó con sorpresa que la suya también era tersa y rosada. No más arrugas, no más la piel curtida ni amarillenta por el paso de los años. Entonces SUPO, sin ninguna duda, que Luna tenía razón. Había llegado el momento de partir.
  Sin vacilar dio un paso hacia adelante y entró en el rayo de luz para unirse a la chica-sueño jamás olvidada, que lo esperaba en silencio. Y como las golondrinas del verano, sin resistirse, se dejó llevar junto a ella en alas de ese sueño.

  "-¿Por qué estás llorando, Luna?
  -No estoy llorando, Joaquín.
  -Mentirosa. Veo lágrimas en tos ojos.
  -No son lágrimas. Es el reflejo del rocío del amanecer."


EL REGRESO
Gabriel Patrick

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